Manual para ser niño
Gabriel García Márquez
Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para
que los niños se atrevan a defenderse de los adultos en el aprendizaje de las
artes y las letras. No tienen una base científica sino emocional o sentimental,
si se quiere, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño se le pone
frente a una serie de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno que le
guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño
una vocación y una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres
despistados y sus fatigados maestros.
Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería
importante identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir
su profesión. Más aun: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas
condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver más alla de la
realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder
adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones
extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la
soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando
ya no son necesarias.
Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace
con la vocación y en muchos casos con las condiciones físicas para la danza y
el teatro, y con un talento propicio para el periodismo escrito, entendido como
un género literario, y para el cine, entendido como una síntesis de la ficción
y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto
quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya
predispuesto por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no
lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien
lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle
condiciones favorables y alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido.
Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y
sólo eso, es la fórmula magistral para una vida larga y feliz.
Para sustentar esa alegre suposición no tengo más
fundamento que la experiencia difícil y empecinada de haber aprendido el oficio
de escritor contra un medio adverso, y no sólo al margen de la educación formal
sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin alternativas: una
aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa
aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de
este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.
La vocación sin don y el don sin vocación
Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo:
"Toda vocación es un llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue
el primero de la Real Academia en 1726, la definió como "la inspiración
con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego, una
generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el
mismo diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna
cosa". Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia
conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una
vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y
resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de
derrotar al amor.
Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus
atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos
la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros
tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio
Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su
padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo,
sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen
primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada
en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los
hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.
Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen
juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a
ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a
una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir.
Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por
arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica y un poder
de superación para toda la vida.
Para los narradores hay una prueba que no falla. Si
se le pide a un grupo de personas de cualquier edad que cuenten una película,
los resultados serán reveladores. Unos darán sus impresiones emocionales,
políticas o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa y en orden.
Otros contaran el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de
que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros
podrán tener un porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero
no serán narradores. A los segundos les falta todavía mucho para serlo -base
cultural, técnica, estilo propio, rigor mental- pero pueden llegar a serlo. Es
decir: hay quienes saben contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay
quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece tomarse en
serio.
Las ventajas de no obedecer a los padres
La encuesta adelantada para estas reflexiones ha
demostrado que en Colombia no existen sistemas establecidos de captación precoz
de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto de partida para una carrera
artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están preparados para la
grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para
contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una
carrera segura, y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por
fortuna para la humanidad, los niños les hacen poco caso a los padres en
materia grave, y menos en lo que tiene que ver con el futuro.
Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen
actitudes engañosas para salirse con la suya. Hay los que no rinden en la
escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin embargo podrían descollar en
lo que les gusta si alguien los ayudara. Pero también puede darse que obtengan
buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus padres
y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan
escondido en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que
sentarse en el piano durante los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por
imposición de sus padres. Un buen maestro de música, escandalizado con la
impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en la casa, pero no para
que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él.
Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos
fueran mejores que nosotros, aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de
familias de artistas están a salvo de esa incertidumbre. En unos casos, porque
los padres quieren que sean artistas como ellos, y los niños tienen una
vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y
quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable
son las artes. No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las
artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron.
En el extremo opuesto no faltan los niños contrariados que aprenden el
instrumento a escondidas, y cuando los padres los descubren ya son estrellas de
una orquesta de autodidactas.
Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos
académicos, pero no tienen un criterio común sobre cuál puede ser mejor. La
mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su carácter rígido y su escasa
atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e independientes. Otros
consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en la escuela
como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y
maestros. En general, la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han
forzado a la mayoría a hacerse solos y a la brava.
Los criterios sobre la disciplina son divergentes.
Unos no admiten sino la completa libertad, y otros tratan incluso de sacralizar
el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no disciplina reconocen su
utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una necesidad interna,
y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación humanística
y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La
mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las
penurias de los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de
las artes.
No obstante, las voces más duras de la encuesta
fueron contra la escuela, como un espacio donde la pobreza de espíritu corta
las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y en especial para las
artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición
infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor
dotados sólo pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a
las aulas. "Se educa de espaldas al arte", han dicho al unísono
maestros y alumnos. A éstos les complace sentir que se hicieron solos. Los
maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal vez lo más
justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los
alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema
de enseñanza que está muy lejos de la realidad del país.
De modo que antes de pensar en la enseñanza
artística, hay que definir lo más pronto posible una política cultural que no
hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción moderna de lo que es la
cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome en cuenta
que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la
preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es
de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba.
No es lo mismo la enseñanza artística que la
educación artística. Ésta es una función social, y así como se enseñan las
matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio
y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una
carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo
objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.
No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay
que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas.
Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura
primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne
viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el
padre y la madre de todas las artes.
¿Con qué se comen las letras?
Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como
un país de letrados. Tal vez a eso se deba que los programas del bachillerato
hagan más énfasis en la literatura que en las otras artes. Pero aparte de la
memorización cronológica de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan
el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis
escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con
profesionales escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio
con el mismo placer con que se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis,
por desgracia, no tuvieron problemas, porque en los periódicos encontraron
anuncios como éste: "Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La
Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan
intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no
escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para
bachilleres. Es este método de enseñanza -y no tanto la televisión y los malos
libros-, lo que está acabando con el hábito de la lectura. Estoy de acuerdo en
que un buen curso de literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es
imposible que los niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una
exposición reflexiva para el martes siguiente.
Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de
semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste -que es la
única condición para leer un libro-, pero es criminal, para él mismo y para el
libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las
otras tareas.
Haría falta -como falta todavía para todas las
artes- una franja especial en el bachillerato con clases de literatura que sólo
pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para formar buenos
lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir,
salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La
experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a
los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que
alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad,
sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan
con los alumnos la carpintería del oficio: cómo se les ocurrieron sus
argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas
técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a
veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación. El mismo
sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del periodismo, el
cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y sin exámenes
ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de
todos modos ocurre.
Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo,
no es sólo un cambio de forma y de fondo en las escuelas de arte, sino que la
educación artística se imparta dentro de un sistema autónomo, que dependa de un
organismo propio de la cultura y no del Ministerio de la Educación. Que no esté
centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural
desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su
personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus
expresiones artísticas propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros
en la apreciación precoz de las inclinaciones de los niños, y los prepare para
una escuela que preserve su curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto,
desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los
que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.
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